ARTETA, AURELIO
Fuera del marco religioso, el sentimiento de compasión o de piedad no goza hoy de excesivo prestigio, como podrían corroborarlo varias de nuestras locuciones ordinarias. Tampoco la historia del pensamiento, salvo notorias excepciones, se ha mostrado siempre lo bastante piadosa con la piedad. Al contrario, una sospecha muy general nos la presenta como una emoción triste nacida de la impotencia y la debilidad, un sentimiento tan blando e ineficaz como proclive a la desmesura, un afecto morboso que a menudo apenas logra encubrir el propio goce en la desdicha ajena y hasta cierto afán de humillar al desgraciado. Mal podría aspirar a tenerse por virtud la que ha sido tachada de pasión mala e inútil. Pero el trabajo racional ha de traer a la luz el sentido último de la compasión a fin de pensar aquello a lo que oscuramente apunta, los resortes que la disparan: la dignidad del hombre y su consciente finitud. El hombre es un ser miserable es decir, digno de ser compadecido por albergar a la vez la miseria de su fragilidad mortal y la grandeza de su exclusiva libertad. Desde ese íntimo pesar de pertenecer a la comunidad de quienes se saben mortales, ¿qué otra cosa podríamos reclamar más acá del amor y más allá de la justicia, como no sea la piedad? Aunque nada más mereciéramos o tal vez por merecer la nada, eso que siempre merecemos es compasión.